2.7.14

Erinnerungen

Siempre está ese miedo de declararte muerto en la nación del olvido. Siempre está ese miedo porque significa entonces que podrías volver --como recuerdo-- en cualquier momento y sorprenderme de nuevo. Volverías como un nombre nuevo, sin señas particulares, a decir tranquilamente cómo has estado. Sin notar que has estado muerto o quizás agonizando en el tránsito hacia el sur, hacia el territorio de lo no vivo. Pero no lo sé. Algo se fue hoy en el sueño que me recordó tu olor y te saludé como a un extraño. Y tal vez más que olvido --que nunca está-- sea un recuerdo.

4.5.14

Tintico

De las formas jurídicas del amor
El amor es un contrato. Eso fue lo primero que nos dijimos cuando nos conocimos. Bueno, no fue exactamente en ese momento cuando nos conocimos. ¿Pero cómo se puede saber exactamente cuándo? Los principios y los finales son imprecisos, como una planta que brota poco a poco y germina. Nunca sabemos de la palabra “fin”, aunque la digamos con firmeza. Por eso necesitamos rituales, tiempos establecidos y claros. Sería una anarquía, pero en el fondo sabemos que no puede ser de otra manera. El tiempo no viene dividido en horas, días, semanas, meses. El tiempo es más un fluido que una línea, es más una dimensión. Todo eso lo he aprendido por experiencia y gracias a las palabras de una de mis escritoras favoritas. Por eso cortamos el tiempo, es abrumante. No soportamos tanto tiempo de todo, no aguantamos el flujo continuo de la totalidad. Y nos mesuramos. Así, damos comienzos y fines sin ningún otro parámetro que nuestro antojo, pero lo llamamos contrato. Las partes acuerdan que en este momento comienza. ¿Qué? ¿Por qué? ¿Cuáles son las partes? ¿Cuál es el objeto a contratar? ¿Los beneficios, el capital? El léxico jurídico del amor está por inventar. Y ese objeto indeterminado, el amor que no se satisface a sí mismo y mendiga, el hijo de la pobreza y del recurso, no se ha formado todavía. Está en el vientre de su madre, recibiendo y complaciéndose, constantemente alistándose para nacer, siempre a punto, siempre llegando, siempre saliendo. Nunca termina, se transforma, cambia de parecer. No sabe qué atuendo ponerse para salir al mundo, no sabe cómo será recibido. Sabe que es pobre, que cuando salga al mundo será un lazarillo bebiendo y comiendo de las sobras de sus amos venidos a menos. También sabe que será juzgado. Será un objeto de valoración. No será visto como un ser hijo de la astucia y de la mendicidad, sino como un objeto de contrato. Un valor de cambio, que no reside en sí mismo. El valor del amor está fuera del amor, en el mundo; su utilidad no está en sí mismo. En las partes que contratan.
No acordamos nada, finalmente. Él se fue cuando llegó un amigo para que lo acompañara al banco. Tomamos un tinto nada más. No fumamos, hasta donde recuerdo.

De cómo cocinar arroz con pollo
Ahora fumo más y cocino poco. No sé qué preparar y la nevera está vacía. Eventualmente vendrán los motivos y las personas para cocinar. Comenzamos —¿cuándo?— a salir. Es decir, ¿estamos saliendo? ¿no? Tenemos un contrato verbal no firmado, no dicho. Un contrato de acciones no establecidas que fueron formando una enumeración épica, más que el catálogo de las naves de la Guerra de Troya. Salir a un karaoke. Cantar “Wanna be”. Hablar en inglés, francés, alemán, hablar la lengua de la acción. Cocinar un arroz con pollo. No lo diré y no lo afirmaré en público, pero es un arroz con pollo más rico que el de mi mamá. La sintaxis de la cocina, como la del amor, está por escribirse. Fue una acción que tocó la lengua, no la de la palabra, sino la del paladar.

De lo visual
La poesía es un decir que es un hacer. Y el hacer… siempre es una especie de decir, ¿no? Nótense todas estas dilaciones de la seguridad. ¿Estamos haciendo, no? ¿Hay que decirlo, no? “¿Quién dijo que el romanticismo es devolver la palabra?” El amor es un decir, un hacer, un callar. Hay un silencio visual, que no dice: ver videos, ver fotografías, compartir lo simple, lo inesencial. Y aunque no se necesite la palabra, ahí está el acuerdo verbal que yace en el silencio. ¿Y las acciones? ¿Y las palabras? Fueron desapareciendo, o transformándose. El objeto del contrato no decía, no hacía. El aquí y el ahora se vaciaron, y vino el recuerdo. El tiempo, la indeterminación. “Antes…”. “Después…”.

Como agua caliente para el café
Un tintico, eso fue. Una manera para decir figuradamente (es decir, sin decirlo) “vive el ahora”. Para quien no lo sepa, un tinto para un colombiano es mucho más que una bebida que se disfruta, pero al mismo tiempo no es mucho más que eso. Está allí como el momento especial, que acompaña los otros momentos con un buen sabor. El agua se calienta en una tetera que ahora también está en sus escritos. En la novela que él escribe, está de cierto modo la cocina. Un agua que pasa una y otra vez, se calienta. La tetera se vacía y se llena una y otra vez. Un ritual de la repetición, del cambio. Porque el agua no es la misma, a pesar de que el tintico quede con el mismo sabor. A falta de un río en dónde bañar su experiencia dialéctica, el hombre de la ciudad usa la tetera para confirmar que uno no se toma dos veces el agua del mismo tinto.

El río de los recuerdos
El agua pasa por el propio cuerpo y la vida. Algo va quedando, una lista interminable, que agradezco. La comida, los momentos de risa, los juegos con el gato, los silencios, los intentos de hablar, las charlas, la comprensión del otro, el conocimiento [y el olvido] del pasado. Ver series, deleitarse en la pereza, en la comida. Contar chistes, ver videos. Y sin embargo, sentir que no era suficiente. Que iba a haber siempre algo más, más allá. Forzar las palabras, los momentos… esta lista misma, el río de los recuerdos, que provoca una inundación. El agua del tinto pasa por uno mismo, por la tetera del cuerpo. Una metáfora barata, sin duda. Pero así se siente, una ebullición de acciones-palabras-comidas que estallan en sí mismas y luego se enfrían, como el tintico.

Del espacio imaginado
El espacio compartido no es sino una ficción, que funciona a pesar de ser solo una fantasía. Y queda allí un fantasma que habita de cierta manera. El fantasma, espero, se irá. No es justo tratar a una persona y mantenerla como un pasado revivido. No es justo con uno mismo. No es justo con su propio espacio, con su propia comida. No es justo con su propia cama. No es una muerte, no es atarse al mundo de los vivos como una posibilidad. Él quedará de alguna manera, por algún tiempo. Tomaremos otros tintos, con otros aromas. O tal vez no. Es lindo imaginarlo. Habrá que cerrar los ojos e imaginar. O solo un ojo, ver la vida como es y al mismo tiempo como se quiere.

Los idiomas de eros
Eros, ¿en qué idioma habla? Varios libros se preguntan en qué lengua se hace el amor. En la cama logré hablar con el silencio, callar todos los miedos, dejar el pasado, los temores. Silenciar la mente y ser solo cuerpo. Por eso dice una amiga que el único proyecto que puedes lograr con alguien es el sexual. Uno puede hablar por uno mismo, aquí no hay figuraciones del otro. Hay placer. Aquí las metáforas y las interpretaciones sobran. Aquí la palabra viene como viene: entrega.

Del amor en las formas jurídicas               

¿Cómo termina el contrato? ¿En realidad termina o cambian los términos? Mi amiga, la de los proyectos sexuales, preguntó si los finales eran en realidad nuevos comienzos. No hay una cronología definitiva del fin de los contratos ni del amor. 

15.1.14

"Teníamos las narices a tan  poca distancia que pensé que con un leve movimiento podíamos rozarlas. Pero los más impresionante eran los ojos. Mis ojos, los suyos. Mis ojos en los de él. Sus ojos tenían mi cara dentro. 'Te quiero', me dijo. Y me dio un beso. Me rozó los labios. Y lo único que sentí fue una cosquilla en la panza".
17.09.13
Pero no. No me dijo "te quiero". Más tarde me dijo "Qué gusto haberlo conocido" —voy descubriendo que dice cosas justo en el momento liminar antes del sueño—. Sonó una voz infantil, tierna, acorde con sus ojos. Ojos pícaros, además. De todo lo que habíamos dicho esa noche, en realidad no NOS dijimos nada. Escuchaba atento sus preguntas, que extrañamente me hacían hablar un poco más de la cuenta, considerando que él era un desconocido. Tampoco sentí una cosquilla en la panza cuando finalmente nos besamos. O tal vez sí, pero no exactamente "cosquillas". Fue más bien como una especie de vacío, de aire saliendo de mi torso.
Las cosquillas las había sentido antes, cuando llegó el vino y vi en la oscuridad unos ojos brillantes —¿de zorro?— que me anunciaron que esa noche comenzaba a ser especial. No reparé en cábalas hasta el día siguiente: tres años después de “el acto que no le mencionaré, señor…”.
Sus ojos brillaron muy fugazmente, mientras sus labios rozaron los míos —¿o no?—. El beso se dilató tanto como pudimos. El beso efectivo, el que no decía “te quiero” ni me hacía sentir “cosquillas en la panza”. Todo lo demás coincide con ese beso antes del beso: “lo más impresionante eran sus ojos. Mis ojos, los suyos. Mis ojos en los de él. Sus ojos tenían mi cara dentro”.
Fue un beso completamente innecesario —el segundo, el beso en el que sí nos tocamos los labios—. Como las cosas inútiles: ver un atardecer, ver las estrellas, sentarse en la calle a ver pasar el día… cosas que nadie, en rigor, necesita. Ese beso no estaba allí, no aconteció para suplir nada, para llenar ningún vacío. Curiosamente no sonaban boleros…
Ese beso, sin embargo —sí, el beso que no desembocó en un “te quiero”, que no me hizo sentir cosquillas en la panza sino vacío en el dorso, que liberó el aire encerrado quién sabe desde cuándo—; ese beso antes del beso de tocar los labios confirmó lo que sus ojos ya me decían, sin el peso de una promesa futura: el café de la tarde se puede convertir fácilmente en desayuno.

“Tal vez exista una intimidad más grande que la de dos miradas que se encuentran con firmeza y determinación, y sencillamente se niegan a apartarse”.


Las palabras

Las palabras son confusos signos de lo que alguna vez quisimos pensar.
Pero son mudas, toda "palabra" emegergente de las letras no es sino la mascarada de su contrario: son las "voces" de la vida aquellas que se "silencian" en la escritura.
Y leer en voz alta no es darle vida a la palabra, contemplar cómo nace, sino resucitarla.
Como siempre, un preámbulo sígnico que en realidad no quiere decir nada.
No dice otra cosa sino su propio aplazamiento.
Esto no es un decir, es un callar.
¿Cómo no iba a postergar aquello que necesita tiempo, reposo, silencio?
¿Por qué no hacerlo una vez más?
¿Qué afán de algún dictamen?
No te digo, no te recuerdo.
Tal vez te escucho, como en un sueño.
Y de allí mi miedo, mi angustia y mi sudor al dormir.
Porque en el fondo, sabes, te sé recuerdo. Sé que eres tú y no otro el muerto que se me sube, el que murmulla imágenes y aquel al que no puedo ver ---ni imaginar ni recordar--- cuando despierto.
Y eres ese sueño no visto, el sueño no soñado, el dolor que no sana solo... eres eso que por no estar, precisamente por no estar, evidencia su presencia.
Y ahí te veo más.
Allí te quiero más.
Allí te valoro y te extraño más.
Cuando no estás.
Tal vez no quiera amarte con esta fuerza y por eso preferiría que estuvieras, que pudieras leer esto y decirme algo, lo que fuera.
Pero no estás ---y no puedes---.
Por eso te amo.
Gracias por no estar, por no leer estas líneas, por no hacerme sentir la presión insana de "tener" que decirle algo a "alguien", por permitirme la libertad de no teorizar ---y de teorizar sin embargo--- sobre un hipotético pero radicalmente nulo "nosotros".
Gracias.
Mil y un gracias por no darle vida a mis palabras.
Por dejarlas frías, tontas y sordas ante sí mismas.


Aeropuerto

Salidas internacionales. Como si fuera una salida nada más. ¿Para dónde viaja? ¿Cuál es el motivo de su viaje? México. Turismo. ¿Cuánto tiempo dura su viaje? ¿Reside en Colombia? ¿Cuántas maletas va a chequiar? Siga al módulo 48. Nada más esta maleta. Échele la bendición, que ya me perdieron una. Hace dos meses. El motivo no lo sé ni yo. Quería viajar, salir de casa. Viajo a entregar mi corazón una vez más. Le mandan saludos a los mayas, que muchas gracias por no acabar el mundo el 21. Resido en Colombia. Trabajo en Colombia. Y viajo a México de turismo. En la entrada, mientras fumaba, dos chicos me pidieron fuego. Les dije que tenía cerillos. Saco mi caja con la imagen de Salvador Novo por Manuel Rodríguez Lozano. Se oye un wow. Me dan ganas de explicar brevemente, como en el Museo, que Manuel Rodríguez Lozano es uno de los pintores más reconocidos de México, que Salvador Novo es un joto —que joto es un marica— que fue jotografiado por Manuel. Que está en su carruaje en la Eje Central, en frente de la oficina de correos. Que anda por ahí, viendo a ver a qué chamaquito se puede llevar a su casa. Que me la regaló Ernesto. Que Ernesto es la comadre zamorana. Que lo quiero un chingo y que lo quiero abrazar. Comienzan a escucharse acentos extranjeros. Muchas lenguas, muchos rostros. Hay gringos que no parecen gringos, colombianos que no parecen colombianos. Hay muchas personas que se me antojan chilenas, pero solo es porque vi las fotos de William Johnston. Me imaginé su acento, hablando. Y no me quito de la cabeza a Ed. Ese del que no puedo hablar ahora, que simplemente quiero ver y abrazar en silencio. Y descansar de esta pensadera sin cuerpo. Hay pasajeros que no han tomado su vuelo. Por la banda se asoman dos azafatas con su ruana y su sombrero. Oigo muy normal el acento bogotano y me pregunto qué sentiré (otra vez) cuando oiga el mexicano. Antes de venir vi los urapanes en el Parkway. Vi también muchos cerros que parecían nuevos, con verdes en todos los tonos y matices. He fumado mucho, tengo hambre. No he dormido. A mi lado uno de los chilenos se acuesta y se tira y ronca. Quién sabe cuánto tiempo llevará esperando en este aeropuerto, si algunos meses o tan solo años. Veo a dos colombianos hablar alemán. Entiendo todo, como si fuera mi acento. No podría recordar qué dijeron, pero recuerdo que entendí. Como cuando no recuerdo exactamente sus pocas palabras. Recuerdo su acento, su tono, como si yo fuera el público de un slam: me mira fijamente, me habla triste la mayoría de las veces. Y serio: para que no olvide sus palabras. Pero no las recuerdo. No le escribo sino imaginariamente, como en un cuento que se narra en mi cabeza con todo menos palabras. La escena, el olor, incluso el sabor del vino y de su boca con sabor a vino, a mota. Sus manos tocándome apresuradamente y rechazándome al mismo tiempo. Sin gemidos (curioso que no haga tantos ruidos, con este asunto de la oralidad, que sus palabras sean tan pocas cuando sus acciones adquieren un peso de casi palabras), podría intentar descifrar una especie de gramática de su cuerpo: la mano en el torso del lado derecho significa “él”, en el lado izquierdo significa “ella”. Sus manos lubricando mi ano significan simultáneamente “beso”, “padre”, “razón”, “placer”. Pero habla muy rápido en ocasiones, no puedo descifrar lo que trata de decirme. O tal vez solo lo diga, sea su modo de hablar al mundo.

Perdóname por no saber esperar. Esa sería la frase que sería dicha con mis pies en los suyos, justo debo de la sábana café, mirando la luz ridícula de la luna que se cuela por entre las palmeras, que no compró él, que yo no quise en el patio de la ropa, tras el vidrio escrito con palabras que no quise leer. Tres años no son nada, dice Rulfo. No pude aguantar ni tres meses. Y tres décadas serían mucho más de lo que espero estar con esto de la escritura. Creo que me hartaría de tanto lenguaje sin cuerpo, o de tanto cuerpo sin lenguaje. Me muevo para cargar la batería del computador, en una mesa donde están dos personas escribiendo en sus celulares. ¿Por qué los juzgo? ¿Porque no tienen un motivo tan trascendente como irse a México a entregar el corazón, porque tal vez solo quieren conocer las playas de Cancún y están contando lo felices que están? Me avergüenza un poco esto de la infelicidad. Tal vez (lo sigo pensando) es el cigarrillo. Debería cambiar de droga, de vicio, de destino, de visas. De vida. Pero no, me avergüenza el hecho vergonzoso de no saberte esperar. Me avergüenza no tener la seguridad de decirte que estoy triste por verte. Me avergonzará mucho llegar con una sonrisa. Llegaré en silencio, sin palabra, sin cuerpo, sin lenguaje. Como un fantasma que te observa. Así me debo acostumbra a verte todo el tiempo. Solo veo mi reflejo en el vidrio. Y me avergüenza no tener suficientes lágrimas para llorarte antes de cuerpo, me avergüenza sin embargo haberte llorado, haber llorado por tu cuerpo que disfruto, por no contarte el bien que me haces, por no decírtelo en una lengua nueva, sino que tengamos que rendirnos a la que ya conocemos, a nuestro pasado, a la memoria de nuestros cuerpos. A la costumbre. Perdóname por no saber esperar el tiempo, por no saber cuándo llega el tiempo nuevo, el fuego nuevo, la lágrima que debe caer en su momento. Pólux, al parecer, sí lo sabe.