Salidas
internacionales. Como si fuera una salida nada más. ¿Para dónde viaja? ¿Cuál es
el motivo de su viaje? México. Turismo. ¿Cuánto tiempo dura su viaje? ¿Reside
en Colombia? ¿Cuántas maletas va a chequiar? Siga al módulo 48. Nada más esta maleta.
Échele la bendición, que ya me perdieron una. Hace dos meses. El motivo no lo
sé ni yo. Quería viajar, salir de casa. Viajo a entregar mi corazón una vez
más. Le mandan saludos a los mayas, que muchas gracias por no acabar el mundo
el 21. Resido en Colombia. Trabajo en Colombia. Y viajo a México de turismo. En
la entrada, mientras fumaba, dos chicos me pidieron fuego. Les dije que tenía
cerillos. Saco mi caja con la imagen de Salvador Novo por Manuel Rodríguez
Lozano. Se oye un wow. Me dan ganas de explicar brevemente, como en el Museo,
que Manuel Rodríguez Lozano es uno de los pintores más reconocidos de México,
que Salvador Novo es un joto —que joto es un marica— que fue jotografiado por
Manuel. Que está en su carruaje en la Eje Central, en frente de la oficina de
correos. Que anda por ahí, viendo a ver a qué chamaquito se puede llevar a su
casa. Que me la regaló Ernesto. Que Ernesto es la comadre zamorana. Que lo
quiero un chingo y que lo quiero abrazar. Comienzan a escucharse acentos
extranjeros. Muchas lenguas, muchos rostros. Hay gringos que no parecen
gringos, colombianos que no parecen colombianos. Hay muchas personas que se me
antojan chilenas, pero solo es porque vi las fotos de William Johnston. Me
imaginé su acento, hablando. Y no me quito de la cabeza a Ed. Ese del que no
puedo hablar ahora, que simplemente quiero ver y abrazar en silencio. Y
descansar de esta pensadera sin cuerpo. Hay pasajeros que no han tomado su
vuelo. Por la banda se asoman dos azafatas con su ruana y su sombrero. Oigo muy
normal el acento bogotano y me pregunto qué sentiré (otra vez) cuando oiga el
mexicano. Antes de venir vi los urapanes en el Parkway. Vi también muchos
cerros que parecían nuevos, con verdes en todos los tonos y matices. He fumado
mucho, tengo hambre. No he dormido. A mi lado uno de los chilenos se acuesta y
se tira y ronca. Quién sabe cuánto tiempo llevará esperando en este aeropuerto,
si algunos meses o tan solo años. Veo a dos colombianos hablar alemán. Entiendo
todo, como si fuera mi acento. No podría recordar qué dijeron, pero recuerdo
que entendí. Como cuando no recuerdo exactamente sus pocas palabras. Recuerdo
su acento, su tono, como si yo fuera el público de un slam: me mira fijamente,
me habla triste la mayoría de las veces. Y serio: para que no olvide sus
palabras. Pero no las recuerdo. No le escribo sino imaginariamente, como en un
cuento que se narra en mi cabeza con todo menos palabras. La escena, el olor,
incluso el sabor del vino y de su boca con sabor a vino, a mota. Sus manos
tocándome apresuradamente y rechazándome al mismo tiempo. Sin gemidos (curioso
que no haga tantos ruidos, con este asunto de la oralidad, que sus palabras
sean tan pocas cuando sus acciones adquieren un peso de casi palabras), podría
intentar descifrar una especie de gramática de su cuerpo: la mano en el torso
del lado derecho significa “él”, en el lado izquierdo significa “ella”. Sus
manos lubricando mi ano significan simultáneamente “beso”, “padre”, “razón”, “placer”.
Pero habla muy rápido en ocasiones, no puedo descifrar lo que trata de decirme.
O tal vez solo lo diga, sea su modo de hablar al mundo.
Perdóname
por no saber esperar. Esa sería la frase que sería dicha con mis pies en los
suyos, justo debo de la sábana café, mirando la luz ridícula de la luna que se cuela
por entre las palmeras, que no compró él, que yo no quise en el patio de la
ropa, tras el vidrio escrito con palabras que no quise leer. Tres años no son
nada, dice Rulfo. No pude aguantar ni tres meses. Y tres décadas serían mucho
más de lo que espero estar con esto de la escritura. Creo que me hartaría de
tanto lenguaje sin cuerpo, o de tanto cuerpo sin lenguaje. Me muevo para cargar
la batería del computador, en una mesa donde están dos personas escribiendo en
sus celulares. ¿Por qué los juzgo? ¿Porque no tienen un motivo tan trascendente
como irse a México a entregar el corazón, porque tal vez solo quieren conocer
las playas de Cancún y están contando lo felices que están? Me avergüenza un
poco esto de la infelicidad. Tal vez (lo sigo pensando) es el cigarrillo.
Debería cambiar de droga, de vicio, de destino, de visas. De vida. Pero no, me
avergüenza el hecho vergonzoso de no saberte esperar. Me avergüenza no tener la
seguridad de decirte que estoy triste por verte. Me avergonzará mucho llegar
con una sonrisa. Llegaré en silencio, sin palabra, sin cuerpo, sin lenguaje.
Como un fantasma que te observa. Así me debo acostumbra a verte todo el tiempo.
Solo veo mi reflejo en el vidrio. Y me avergüenza no tener suficientes lágrimas
para llorarte antes de cuerpo, me avergüenza sin embargo haberte llorado, haber
llorado por tu cuerpo que disfruto, por no contarte el bien que me haces, por
no decírtelo en una lengua nueva, sino que tengamos que rendirnos a la que ya
conocemos, a nuestro pasado, a la memoria de nuestros cuerpos. A la costumbre.
Perdóname por no saber esperar el tiempo, por no saber cuándo llega el tiempo
nuevo, el fuego nuevo, la lágrima que debe caer en su momento. Pólux, al
parecer, sí lo sabe.
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