"Teníamos las narices a tan poca distancia que pensé que con un leve
movimiento podíamos rozarlas. Pero los más impresionante eran los ojos. Mis
ojos, los suyos. Mis ojos en los de él. Sus ojos tenían mi cara dentro. 'Te
quiero', me dijo. Y me dio un beso. Me rozó los labios. Y lo único que sentí
fue una cosquilla en la panza".
17.09.13
Pero no. No me dijo "te quiero". Más tarde me dijo
"Qué gusto haberlo conocido" —voy descubriendo que dice cosas justo
en el momento liminar antes del sueño—. Sonó una voz infantil, tierna, acorde
con sus ojos. Ojos pícaros, además. De todo lo que habíamos dicho esa noche, en
realidad no NOS dijimos nada. Escuchaba atento sus preguntas, que extrañamente
me hacían hablar un poco más de la cuenta, considerando que él era un
desconocido. Tampoco sentí una cosquilla en la panza cuando finalmente nos
besamos. O tal vez sí, pero no exactamente "cosquillas". Fue más bien
como una especie de vacío, de aire saliendo de mi torso.
Las cosquillas las había sentido antes, cuando llegó el vino
y vi en la oscuridad unos ojos brillantes —¿de zorro?— que me anunciaron que
esa noche comenzaba a ser especial. No reparé en cábalas hasta el día
siguiente: tres años después de “el acto que no le mencionaré, señor…”.
Sus ojos brillaron muy fugazmente, mientras sus labios
rozaron los míos —¿o no?—. El beso se dilató tanto como pudimos. El beso
efectivo, el que no decía “te quiero” ni me hacía sentir “cosquillas en la
panza”. Todo lo demás coincide con ese beso antes del beso: “lo más
impresionante eran sus ojos. Mis ojos, los suyos. Mis ojos en los de él. Sus
ojos tenían mi cara dentro”.
Fue un beso completamente innecesario —el segundo, el beso
en el que sí nos tocamos los labios—. Como las cosas inútiles: ver un
atardecer, ver las estrellas, sentarse en la calle a ver pasar el día… cosas
que nadie, en rigor, necesita. Ese beso no estaba allí, no aconteció para
suplir nada, para llenar ningún vacío. Curiosamente no sonaban boleros…
Ese beso, sin embargo —sí, el beso que no desembocó en un
“te quiero”, que no me hizo sentir cosquillas en la panza sino vacío en el
dorso, que liberó el aire encerrado quién sabe desde cuándo—; ese beso antes
del beso de tocar los labios confirmó lo que sus ojos ya me decían, sin el peso
de una promesa futura: el café de la tarde se puede convertir fácilmente en
desayuno.
“Tal vez exista una intimidad más grande que la de dos
miradas que se encuentran con firmeza y determinación, y sencillamente se
niegan a apartarse”.