
El abandono total y siniestro de todo lo que tiene un sitio, así se inician los descubrimientos que están más allá, ese otro lado al que tanto tememos, ese que yo voy a cruzar.Alejandro Rippe
Lo único que intentaba era disfrazar sus anhelos bajo intenciones propagadas en el recuerdo del interior de un respiro, o bajo el paso siguiente al azar.
Mientras cruzaba la calle hacia la vitrina de una tienda cerrada, pisó varios charcos (¿deliberadamente?) y pensó que sus botas no iban a secarse para la mañana siguiente. La luz del poste unos metros más arriba era el signo que apuntaba a un seguir-allí, en la mortalidad cotidiana debido a alguna razón, que por lo pronto, mientras contemplaba la vitrina bajo la lluvia y se cercioraba del frío en la madrugada, no quería recordar.
Cuando se hubo alejado del centro, tuvo que hacer un esfuerzo más para no pensar en las escalinatas que conectaban la montaña con su casa y la hacía complicada, extraña y ajena, como las montañas rusas de los parques de diversiones. Sólo entonces tuvo la certeza de haber cumplido su ritual nocturno, tuvo la certeza de haber vuelto a la realidad. Miró su bolsillo izquierdo sin mucha esperanza de encontrar más que las sobras de la miseria. Novecientos pesos. (No sabía si era un de-javoo colectivo de cada noche que le hacía comenzar antes el día siguiente con el pie contrario)
Aún si hubiera tenido a alguien más por quien luchar y no desistir de la vida, la banalidad de sus actos (y de sus testigos) habría embotado su cuerpo y su cabeza (y aunque no estaba seguro de si también su mente) hacia la rutina que ya a nadie, ni si quiera en los libros, asombraría. Tal vez si hubiera sido tan soberbio como influenciable no estaría allí, subiendo la escalera. Pero estaba, y por lo pronto seguiría estando a menos que algo [que nadie quería provocar] ocurriese de repente en su nocturno vivir.
De no ser por el barullo en la mesa del comedor del apartamento vecino, no hubiera interrumpido la marcha ritual hacia el lavaplatos, ni la mirada inspeccionante a su alrededor para comprobar que todo [excepto él] seguía como antes, y no peor. Recordó que su vecino le debía dinero, unos diez mil pesos. Sería suficiente. Golpea la puerta con la intención de no ser oído, y el silencio (demasiado esporádico y profundo para ser verdadero) es su respuesta. A decir verdad, no espera otra. No espera nada. lo poco que lo trae de nuevo al plano de la conciencia es la materialidad del dolor de sus piernas y de la masa que se conforma uniforme por botas, (agujeros, agua, cordones, manchas) pies (fetidez, carne, sangre, hueso) y piso (barro, frío, espera)
La puerta se abre después de no sabe cuánto. Una cara rígida, una mano con dinero, una voz que no agradece. De todas maneras la situación no está como para agradecimientos ni modestias. Va de regreso a la escalera, al mundo que le propone un descenso con cada respiro y con cada paso hacia la penumbra.
En la cocina no hay nada. Habría restos de comida en caso de que hubiera dónde servirlos y viceversa. Si tuviera en este caso a alguien más para sostener una preocupación mutua, si eso pasara no estaría cerrando los ojos, agitando los brazos, reprochándole a la figura inmóvil e inútil por la que intentaba trabajar la estupidez, la invalidez mientras le daba golpecitos de indulgencia al control de la tele, que ya hace dos años no sintoniza bien. Si te levantaras –dice- en contra de ti mismo y de todos los pronósticos para atisbar la miseria en la que vivís, viejo, en la desesperación que me ponés, en el ruego de cada tarde para que el comprador me de otra moneda de propina, y a ver si le digo, (y acepta) al de la farmacia que me deje en un poco menos el medicamento, a ver si se me secan estas botas y me sale algún trabajo para mañana [que no le sirva a nadie] y a ver si tengo el valor para cerrar mis ojos y ver contra mis párpados algo más que el trasluz de esta día que ya pasó y la noche que llega.